LA DESPEDIDA
Te despedí una mañana de otoño. Tus maullidos, como un eco de recuerdos, se perdieron en el infinito de los viejos tejados. Te marchaste sigiloso dejando el vacío roto. Lloré lágrimas de infancia perdida, de juegos olvidados, de niña del pasado. Desde entonces la casa desierta se llenó de silencio, y a lo lejos en la distancia se desdibuja un pueblo.
Hicimos una maleta y la llenamos de sueños. A lomos de “Pegaso alado” recorrimos el camino hacia ellos, y cabalgando entre nubes, Madrid, tocamos tu cielo. La tristeza se desvanecía por momentos cargada de ilusiones y nuevos proyectos.
-Allí encontrarás tu camino, -me dijiste-, estudiarás pintura, ¡ya verás qué bueno!
El viaje se hizo interminable, la carretera serpenteaba entre emociones y miedos, subimos por montañas enormes que tuvimos que bajar luego, y así poco a poco hasta que llegamos al suelo. La distancia se acortaba y la majestuosa ciudad apareció ante mis ojos grisácea e inalcanzable. La niebla la difuminaba perdiéndose entre los grises. Atardecía, y millones de farolas la iluminaban, luciendo cual estrellas en un cielo despejado de verano. Los enormes rascacielos silueteaban el lejano horizonte, y a medida que nos acercábamos, las calles cuajadas de edificios iban coloreándose haciéndose más nítidas y cercanas. La entrada a la ciudad estaba repleta de cuarteles, enormes edificios con vallas y alambradas en las que ondeaba la bandera rojigualda. Las casas recordaban enjambres de abejas agujereados por pequeños vanos, y las largas calles parecían no tener fin. A la llegada, una pequeña plaza con árboles medio desnudos por el otoño nos dio la bienvenida. Un austero convento la coronaba. La recordé entonces, ya había estado allí. Eché la vista atrás y descubrí que esa era la calle que llevaba a la entrañable escalerilla de Antonio López. - Es la plaza de las monjas, -comentó mi madre-. Mira, aquella es nuestra casa. Mi rostro no pudo disimular la desilusión que sentí ante aquel feo edificio de una sola planta. A la entrada, un portal oscuro nos recibió desplegando una torcida escalera que conducía a una vieja corrala. Arriba, en el primer y único piso, justo a la izquierda, se abrió una puerta, y apareció una de mis hermanas. Me quedé helada. No era posible. ¿Cómo íbamos a vivir allí nueve personas?, y lo que me era más importante..., ¿dónde había tejados para perderme?...
El minúsculo piso contaba con apenas cincuenta metros cuadrados distribuidos en seis, aún más minúsculas piezas. Tres habitaciones, un saloncito, la cocina y un estrecho baño al que se accedía por una puerta corredera. De repente envejecí, mis quince años me hicieron madurar de golpe. Ya no hay espacio para perderse y soñar, tampoco para pintar. Todo cambió, la enorme y flamante casa del pueblo se quedó vacía mientras que en esta no había sitio ni para respirar. Mi padre había enfermado y su antiguo Pegaso ya no volaba, envejeció junto a él, y se convirtió en un trasto. Talleres y mecánicos se llevaron el poco beneficio que aún nos otorgaba. Ahora les entiendo, lo dejaron todo atrás por sus hijos, por buscarnos un futuro, y todo se torció. ¡Qué injusta la vida!, o quizá no. Es verdad que no fue fácil, nada fácil. Fueron años de trabajos y estudios nocturnos, de búsqueda de espacios vitales, de lucha constante, de caos y miseria. Pero a la vez de aventuras y sueños, de fiestas y reencuentros.
Aquella fue mi etapa del claroscuro, de enormes sombras y grandes luces. Pinceladas de trabajos duros, de sueldos miserables, en ocasiones de menosprecio y burla y de llantos imparables. Noches en vela estudiando exámenes, y días sin descanso, interminables..., Inocencia de niña , que no supo defenderse … y después fue tarde. La oscuridad me proporcionó ese halo de luz tan intenso que ahora, viéndolo con perspectiva entiendo que no puede existir la luz sin las sombras. Y cuanto más oscura es la noche, más brilla la luna.
Fueron años maravillosos, llenos de penurias y sufrimiento, o quizá esté mejor dicho, llenos de oportunidades y sueños. De aprendizajes y errores, de vida dura con sabor amargo, de incertidumbre. Veladuras de unión y familia suavizaban el oscuro lienzo rompiendo los bruscos contrastes. Entrañables personas le dieron color, quedando en mi vida para siempre.
Fragmento de Miradas desde mi interior
portalo
pintando Palabras
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