CAPÍTULO ?
LOS ROLLOS DE QUNRÁN??
Desde que en 1945 se descubrieran los rollos de Qumrán, en el Vaticano no se había vuelto a vivir con calma. El solo hecho de que averiguaran que estaban escritos en la época en la que vivió Jesús removió los cimientos de la religión católica, y aunque se insistía en que se trataba de copias apócrifas del antiguo testamento, ellos no cesaban de sentirse amenazados. Esperaban que tarde o temprano se prendiera la mecha y entonces, inevitablemente todo estallaría y se verían involucrados.
El cardenal, Arthur Roche, se hallaba sentado en una sala contigua al despacho papal, en el palacio apostólico, a la espera de ser atendido por El Sumo Pontífice. De manera esporádica se reunían para hablar del estado de los acontecimientos referentes al tema de los pergaminos del Mar Muerto. Eso sí, lo hacían en total confidencialidad, nadie debería enterarse de sus sospechas.
Hasta ahora la situación se mantenía tranquila, sin ninguna novedad. Todos los descubrimientos relacionados con el hallazgo se albergaban en el museo del libro de Jerusalén, allí se restauraban y eran estudiados con total profundidad a la vez que delicadeza por expertos eruditos en la materia. Aunque custodiados por vigilantes experimentados no habían conseguido evitar el reciente robo del denominado octavo manuscrito. Esta noticia desestabilizó la supuesta calma contenida que hasta entonces se respiraba en La Santa Sede.
–Buenas tardes, Su Santidad,¿qué tal se encuentra hoy? –preguntó inclinando su rostro para poder estar a la altura de su mano, sin embargo no besó el anillo del pescador, sabía que Jorge Bergoglio era un revolucionario, desde que fue proclamado Papa, decidió romper con muchas de las tradiciones impuestas hasta la fecha, y esta no iba a ser menos.
–Hoy me encuentro bien, será que aún es temprano para que se despierten mis dolores —bromeó Francisco— ,muchas gracias.
Pero entremos en materia, quisiera que me informara de los últimos acontecimientos sobre el caso, si es que los hubiera —continuó interrogándolo mientras se acercaba al amplio ventanal desde el que pudo divisar la inmensa plaza abarrotada de gente bajo un sol de justicia.
—Claro que sí, sabe que me tiene a su entera disposición —contestó el cardenal con la voz un poco disipada—, pero felizmente no tengo nuevas noticias. Ya le informé de que el manuscrito fue recuperado y devuelto a su lugar de origen. Se desconocen los motivos por los que fue sustraído, pues según me comunicaron este rollo era de lo más insignificante, contenía un simple poema escrito por un joven esenio dedicado a su amada. Nada trascendental. Su Santidad puede estar tranquilo.
—Le agradezco tan buenas nuevas, cardenal, y le incito a que no se distraiga, pues usted conoce la delicadeza de este asunto.
El cardenal se despidió del pontífice y salió del Palacio Apostólico en dirección a La Basílica de San Pedro. Había tomado la costumbre de visitarla cada vez que asistía a las reuniones con el Papa Francisco.
Observó que, cosa habitual, la cola de turistas era inmensa, él, por supuesto, estaba autorizado para poder pasar sin aguardar, y así lo hizo. Quedaban cinco minutos para las once, a esa hora daba comienzo la siguiente Homilía que se oficiaría en el altar de San José, situado en el transepto izquierdo. La luz difusa y suave que penetraba a través de las impresionantes vidrieras impregnaba la atmósfera de la basílica de un halo de misticismo y religiosidad exultantes.
Nada más atravesar el pórtico divisó la planta de cruz latina con la que al final quedó trazada la basílica, cambiada por la anterior planta de cruz griega de Bramante, que por desgracia repercutió en las vistas de la fachada exterior, que ahora se había encogido haciendo apenas visible la cúpula. Era necesario alejarse mucho para poder contemplar en toda su plenitud este gran monumento, pensó. Desde el pasillo central la vista se dirigía hacia el altar mayor intuyéndose el grandioso Baldaquino de Bernini. Su mirada atraída por La Piedad de Miguel Ángel, situada justo a su derecha le hizo detenerse unos segundos. Sin embargo, hoy no podía abstraerse en sus volúmenes cargados de dramatismo y dolor, ya lo haría en otra ocasión.
Cambió de dirección hacia el altar de San José y se arrodilló en uno de los bancos más próximos. La voz áspera del sacerdote comenzó a sonar en italiano a la vez que un hombre de mediana edad y rostro barbudo ataviado con sotana negra y alzacuellos se le acercó y arrodillándose se persignó pareciendo dispuesto a sumirse en la liturgia.
—¡Buenos días Monseñor! —saludó musitando apenas con su voz —. Todo está controlado, la estamos siguiendo desde hace meses. Ahora se encuentra en Madrid. Presentó hace una semana su polémica novela, No se las lleva el viento, ese es el título en español. La tengo aquí, la adquirí en París, por supuesto en francés. Le será más fácil comprenderla.
Los siseos procedentes de algunos feligreses interrumpían por momentos la conversación.
— Entrégeme la novela, hágalo con precaución —le susurró—, a veces tengo una ligera sospecha de que no estamos solos en esto.
El hombre sacó la bolsa con el ya conocido logotipo de la librería de Montmartre y con mucha cautela se la entregó.
Las llamaradas de los cirios se balanceaban al son de la corriente de aire que atravesaba el pórtico principal, la luz tenue que emitían apenas iluminaban el rostro de un extraño que no dejaba de observarlos de entre las sombras.
El sacerdote tomó la hostia sagrada y pronunció:
—Tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros.
Del mismo modo, acabada la cena, tomó el cáliz glorioso en sus santas y venerables manos, dando gracias lo bendijo y lo dio a sus discípulos diciendo:
Tomad y bebed todos de él porque este es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía.
Este es el sacramento de nuestra fe.
Todos contestaron al unísono:
—Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección.
¡ Ven Señor Jesús!
El cardenal se levantó del banco antes de finalizar la homilía, su impaciencia le impidió permanecer hasta que acabara la misa. El hombre de la sotana negra, en cambio, precedido por otros feligreses, tomó rumbo hacia el altar para tomar la comunión. A continuación regresó al mismo lugar, allí se arrodilló para orar por sus pecados. No salió del templo hasta que el sacerdote pronunció estas últimas palabras dando por terminada la eucaristía:
—El señor este con vosotros.
—Y con tu espíritu
—La Bendición de Dios todopoderoso, Padre, hijo y espíritu Santo descienda sobre vosotros.
—Amén.
—Podéis ir en paz.
—Demos gracias a Dios.
A lo lejos y de entre el tumulto, el cardenal, aunque sospechaba, no era consciente de que aquel extraño seguía sus pasos sin perderse, ni por un momento, ninguno de sus movimientos.
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