El frío intenso de aquella gélida mañana de sábado anunciaba la proximidad de las Navidades. No podía entender como había gente que odiaba estas fiestas. Al menos eran un remanso cálido entre el frío paralizante y oscuro del interminable invierno. La creatividad y la fantasía se despertaban, aún más en mí, si esto era posible.
Colgado en el recibidor de la casa había un llavero con la reproducción de una de las Inmaculadas de Murillo. Una maternidad de Virgen con niño, que creo, siempre estuvo presente, al menos subconscientemente, en mis posteriores pinturas. Ese año la tomé como referencia para mis dibujos de postales navideñas. Me encantaba dibujar christmas y enviarlos a algunos de mis familiares y amigos.
Aunque me gustaban las postales con sus vírgenes y niños, ángeles y velas, yo disfrutaba haciéndolas, inventando nuevas. Pero este era solo el comienzo, cada año construía un nuevo Portal de Belén.
Los hice de todo tipo, con siluetas de cartulina en la pared, con figuras de envases y cartón, también de alambre, de palillos...,Pero mi favorito, y el más grandioso era el clásico, quizá porque eran el campo y la naturaleza las que me proporcionaban los materiales necesarios para poder crearlo.
Yo era la encargada de la decoración navideña, y aunque mis hermanos me ayudaban, poco a poco fui ocupándome de ello por completo.
Sin perder más tiempo, me fui camino del “arroyo Marcelo”, aún era temprano y el frío congelaba hasta el alma. Apenas despuntaba el día, y el sol ya asomaba tímido por un cielo aún descolorido. La escarcha cubría la hierba tiñéndola de un blanco transparente, podía confundirse a lo lejos con una escasa y rara nevada. El agua, limpia y clara entonces, corría por otro de los arroyos, el de "Cicaratón". Las cañas lo rodeaban dándole ese aspecto de bosque encantado. Me gustaba sentarme en la lancha a escuchar el sonido del agua y el croar de las ranas saltarinas. Las fluorescentes libélulas me fascinaban. Pasaba el tiempo imaginando pequeñas hadas, gnomos de películas y otros personajes fantasiosos que inventaba, hasta que una voz a lo lejos, desde los olivares, me llamaba rompiendo la magia, para continuar recogiendo aceitunas...
Pero ese día no paré, además del frío, estaba impaciente por regresar a casa con el musgo y las diferentes plantas, para ponerme manos a la obra. Continué el camino de vuelta cargada con la bolsa de hierbas y piedrecitas.
Los hombres del campo pasaban con sus burras y aguaderas cargados de aceitunas. A lo lejos se apreciaba el verde pálido de los olivares como manchas sobre tierra ocre rojiza suavizada aún por la escarcha.
Según avanzaba podía percibirse la silueta del pueblo como un recorte que aumentaba progresivamente su tamaño. Entré en él, y recorrí las calles, pasando la mía de largo, hasta llegar a la vieja fragua de Chasco. No podía construir mis montañas sin ese oscuro y raro material que se obtenía de los restos del fundido del metal. Allí lo llamábamos “mocos”, quizá por su amorfidad.
Ya solo me faltaba el corcho para el portal. Pensé en alguien que tuviera colmenas, y me acordé de una amiga. Ella me proporcionó unos trozos, ya lo tenía todo para poder empezar.
El soporte cada año se me antojaba más grande, quería construir la maqueta más maravillosa que mis posibilidades e imaginación me permitieran. Primero coloqué unas sábanas cubriendo la mesa, colgué unas telas azuladas de la pared simulando el cielo, volqué la arena, y comencé a repartir el musgo, dando forma al paisaje. Amontoné los “mocos” grisáceos, situé de forma estratégica los corchos, las casitas de cartón, que ya tenía hechas de otros años, y así poco a poco hasta acabar con todos los materiales de la bolsa. El resultado fue espectacular, al menos para mí. Siempre me sorprendió, como de la nada podían aparecer todas las cosas que uno se propusiera. Era como dibujar en una hoja blanca de papel. Ojalá en la vida real se pudieran obtener los deseos de esa forma tan fácil, pensé. Coloqué las figuritas de cerámica con sumo cuidado para no romperlas, y por último, introduje luces de colores a lo largo de toda la maqueta.
Llegó el momento de pararse a contemplarlo.
Un cielo azul intenso cuajado de luces estrelladas, cubría un paisaje montañoso y verde. El río de papel de plata caía en forma de cascada de entre las montañas. La lavandera, inmóvil, junto a los patitos, recordaba una de las muchas postales costumbristas que se enviaban como felicitación navideña. Todas las demás figuras estaban situadas en el lugar preciso. Los pastores seguían el sendero con sus ovejas, a mitad de camino los tres Reyes Magos se aproximaban con sus presentes hacia el portal. Y al fondo, en un lugar elevado, y con cuatro trozos de corcho formando el Portal, destacaba el Nacimiento entre aromas de romero y tomillo. La luz era más intensa haciendo brillar al Mesías.
Sin darme cuenta había reproducido un paisaje extremeño, me gustaba. Solo faltaba un pequeño detalle para simular más frío, harina espolvoreada por todas partes,... y la nieve cayó.
¡Trabajo terminado!, pensé, Ya puedo mostrarlo a los demás.

Miradas desde mi interior.
Pintando Palabras
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