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No se las lleva el viento

Actualizado: 28 jul 2021


– Es la Madre Pilar, abadesa del monasterio. Te dejo con ella –dijo la hermana –te comunicará las normas que debes acatar estos días de estancia con nosotras.

–Dios está contigo. Eres Kira, ¿verdad?, bonito nombre hebreo –fue su saludo–. Me gustaría preguntarte cuál es tu intención al ingresar estos días aquí, si no te importa responderme, por supuesto.

– Busco paz en mi vida, solo eso. Necesito unos días de reflexión interior. O más bien de silencio. Y pensé que este lugar sería uno de los mejores sitios para conseguirlo.

– Crees bien Kira. Aquí hallarás esa paz que buscas pero, para ello, debes despojarte de todo lo mundano, bueno, al menos de lo más posible –sugirió–. Vamos, te acompaño a tu cuarto. Allí continuamos charlando...


Al llegar, escudriñé la pequeña y modesta habitación, una cama individual, una mesilla de noche de aspecto envejecido y una especie de escritorio con una rústica silla de anea ocupaban casi todo el espacio. Un armario empotrado en la pared se sumaba con discreción al mobiliario. Encima de la cabecera el típico crucifijo colgado en la pared hacía los honores. La madre superiora me procuró información sobre los horarios de actividades, comidas y demás menesteres. Le agradecí su amabilidad y, mientras lo hacía, me dispuse a sacar algunos enseres de mi maleta que supe necesitaría para pasar aquellos días de recogimiento. Sin duda, necesitaba pocas cosas materiales, alguna muda, el neceser para el aseo diario y, por supuesto, mi ordenador portátil.

No había hecho nada más que cogerlo cuando la abadesa me reprendió:

–No, el ordenador no puedes tenerlo.

–Pero necesito escribir –supliqué.

–No te preocupes, en el cajón de esa mesilla dispones de un bloc y bolígrafos para poder hacerlo. Escribir a mano es fundamental, las innovaciones y adelantos no son malos, pero en muchas ocasiones nos despojan de las buenas costumbres, ¿no crees?

–Es cierto, hace mucho que no escribo así, y es curioso, pues no sé si me habré olvidado de hacerlo – intenté bromear aún ofuscada.

–El contacto directo de nuestra mano, que es la que maneja el bolígrafo dándole vida, con el papel, transmite mucho más de lo que puedas imaginar. Vuelve a la esencia –inquirió tomando mi ordenador y mi móvil y saliendo del cuarto.


Después de comer decidí pasear por el claustro, el silencio dominante daba paso a un sosiego y una paz inenarrables. El frescor se colaba por entre las arcadas proveniente de las sombras recias e intensas propias de la mitad del día arrojadas por las bóvedas de crucería. Me sentí incómoda, ¡era todo tan extraño!... Nadie con quien hablar, solo el leve trinar de los pájaros entre la maleza y un susurro de rezos lejanos, una letanía que irremediablemente se introducía en lo más profundo de mi interior. Anduve durante un tiempo, que ese primer día se me antojó interminable, no me crucé con nadie en el camino. Sola regresé a mi cuarto dispuesta a cambiar de actividad, quizá escribir en papel se tornara de nuevo un aliciente.

Entré en la habitación, tomé el bloc y el bolígrafo y, al hacerlo, una imagen acudió a mi cabeza, quizá el recuerdo dormido de los orígenes. Hubiese sido más auténtico un cálamo o una pluma, tinta y un papiro –sonreí. La hoja blanca apareció ante mí majestuosa e hierática, transmitía un aroma antiguo olvidado, me costó comenzar a acariciarla, me imponía, ¿o quizá es que mi mente se hallaba vacía de ideas y emociones que transmitir?, no conseguí escribir una sola palabra. Desistí y me tumbé en la cama, aunque aún era pronto para dormir una modorra me invadió de golpe hasta la mañana siguiente.

Durante aquellos días hubo momentos en que me sentí confusa y aterrada, el miedo a encontrarme conmigo misma se me manifestaba a menudo … , ¿y si no me gustaba lo que era?, al principio sentí la necesidad de entorpecer mi búsqueda, me surgieron con facilidad obstáculos mundanos, de esos a los que todos nos aferramos pensando que son nuestro elixir de vida. No obstante, esa fuerza interior llevaba un tiempo tenaz empujando, queriendo mostrarse, y al final me rendí..., la dejé ganar.


Llegó la noche, y antes de dormir y tras mi lectura habitual, comencé a realizar ejercicios de meditación, me dejaba llevar aún más hacia mis adentros cuando acompañando a mis respiraciones pausadas, comencé a oír voces extrañas. Impávida permanecí escuchando en aquel susurro reflexiones sobre la vida. Aquí las reproduzco:

“Pero, ¿qué es la felicidad?, ¿ver transcurrir la vida o formar parte de ella? ¿Dejarla pasar con calma, contemplarla regodeándose en sus misterios…, o ser la vida misma, irla haciendo con el dolor y el gozo? “

¿Quién lo preguntaba?..., esa voz susurrante y melancólica hacía remover mi conciencia. ¿Mejor vivir con intensidad inmersa en la pasión, a pesar del dolor y sufrimiento?, no acababa de tenerlo claro, ya sufrí bastante, mejor contemplar el mundo desde una distancia prudencial. Pasar inadvertida. Sí, ya estaba harta de la fama arrogante y pretenciosa, se acabó, solo quiero empezar de nuevo reservando mi espacio y mi intimidad.

Debí quedarme dormida mientras reflexionaba sobre el sentido de mi vida, pues no recuerdo nada más. Solo sé que a la mañana siguiente, después del desayuno, decidí visitar el monasterio. Su apariencia exterior de fortaleza era impresionante, dejé atrás la torre fortificada y accedí al templo por un atrio, denominado Pórtico de los caballeros. Me encontré en el compás de afuera que conduce a la iglesia y a las capillas funerarias. Al entrar en la iglesia pude comprobar que se trataba de una arquitectura propia de un templo gótico. Su cabecera, compuesta por cinco ábsides, el crucero y las tres naves que la forman, todo ello cubierto por una bóveda nervada, le proporcionaban un carácter solemne que se intensificó, sin lugar a dudas, cuando me acerqué a los monumentos funerarios. Desde luego, es el lugar indicado para el silencio y el recogimiento –pensé un poco asustada. Me aproximé a las frías lápidas de mármol labrado con bajorrelieves para poder contemplar los nombres de los reyes, reinas, príncipes, princesas, y demás difuntos allí enterrados, cuando creí oír de nuevo un susurro suave y profundo. Conmocionada con lo ocurrido quise retroceder y marcharme de aquel lugar embrujado, pero una fuerza enigmática me retuvo. Paralizada cual estatua de sal escuché estas frases que a continuación menciono:

“Quién lo sabe, ¿es que acaso podemos elegir la postura? Lo mismo que esta de estar tumbados definitivamente, todas las demás posturas nos han sido determinadas. El mundo no ofrece felicidad a sus señores. El mundo es implacable, solo ofrece naufragios. Quizá la felicidad, si es que existe, no sea nada más que pasar inadvertidos. Tarde nos damos cuenta.”

Al instante reconocí la continuación de mis reflexiones de la noche pasada. Quizá se tratara de mi voz interior que aquí se había despertado haciéndose patente –pensé. Sin embargo, aquel sonido parecía proceder de una de las tumbas. Asustada a la vez que perpleja me cercioré de ello cuando la voz continuó recitando:

“Yo goberné muchos años en este monasterio. Soy Ana, la hija de Juan de Austria, el mancebo de Europa. Toda mi vida la pasé en conventos. En este llevo solo 300 años. No soy de la misma estirpe que los otros yacentes y, sin embargo, tampoco fui feliz. Quizá no aspiré a serlo nunca. Felices son esas monjas sin nombre que se refugiaron aquí para obedecer solo, o los canteros que labraron, por obedecer solo, las piedras de estos claustros y dejaron en ellas en silencio sus signos. Pero, no esas doncellas obligadas, bastardas de los Reyes sin grandeza, sin apellido apenas, segundonas de la historia y de la vida. No la larga serie ilustre de las abadesas. Yo fui abadesa de Las Huelgas, ese destino que se decía que solo el de la reina era más alto, enriquecí esta casa con trofeos de Lepanto, con colgaduras, con tapices y doseles. En mi mandato, de nuevo, fui pujante, cumplí bien mi misión. Pero no fui feliz, acaso porque la felicidad no sea cosa nuestra, como no es nuestro el sol, ni el aire, ni la vida.”

Inconcebiblemente permanecí allí impertérrita y serena escuchando aquella voz, quizá fue su dulzura y musicalidad angelical las que me atraparon, no lo sé, no estoy segura de nada, y si no fuera porque al día siguiente, antes de abandonar el monasterio volví para cerciorarme y descubrí en el suelo un folleto con ese mismo texto, juraría que fue cierto.

Solo sé que Aquellas palabras removieron algo en mi consciencia. Después de un tiempo en la cresta de la ola del mundo literario, bueno más bien del mundo prefabricado de los bestseller, decidí que no era esto lo que buscaba en mi vida. Necesitaba recobrar la paz y la verdad auténticas, esas que nacen de un corazón puro e intenso. Las que se resguardan en la infancia y poco a poco se van adulterando con los años y las desilusiones. De nuevo, aquella fuerza extraña me animó a buscar la esencia de las palabras, a retroceder hacia lo auténtico. Se me despertaron increíblemente las ganas de indagar en los orígenes. La pureza del pensamiento, de las emociones más simples a las más complejas conducidas hacia el exterior desde uno mismo por mediación de unos simples caracteres de tinta que conforman las palabras milagrosas. Sí, milagrosas, mágicas; esas que lo pueden todo, dependiendo de su posición nos muestran diferentes mensajes, esas que estructuran contenidos de textos inimaginables, que nos abren puertas a mundos diversos, que cambian nuestro ánimo e incluso a nosotros mismos. De pronto me vi atraída por las primeras manifestaciones literarias, por las primeras planchas de barro de Mesopotamia, Egipto y sus papiros de jeroglíficos indescifrables despertaron mi curiosidad. Los primeros escribas, cazadores de soplos de sonidos articulados, con sus jaulas de piel enrolladas donde atrapar cada palabra y hacerla eterna. Acababa de renacer de nuevo cual Ave Fénix y necesitaba romper con lo anterior de una manera fulminante. Fue entonces cuando decidí crear un grupo literario con escritores dispuestos a trabajar por un único objetivo, dar un sentido a sus vidas, perseguir sus sueños mediante la verdad y autenticidad de las palabras.

Estaba decidido, lo haría quizá a la vuelta del viaje. Aunque mejor no precipitarse, necesitaba organizarlo bien. Por ahora, aún me quedaba un día de estancia en el monasterio y me había prometido aparcar mi impulsividad para conseguir relajarme.


Fragmento de mi próxima novela

No se las lleva el viento


Antonia Portalo



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